Cultura

26 Agosto, 2016

“La contemplación del paisaje mediterráneo es una lección magistral, tanto moral como formal”

José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956) “ha construido una de las literaturas más europeas y sofisticadas que hoy se escriben en lengua castellana”. Lo afirma su entrevistador, el crítico literario JOSÉ MARÍA NADAL SUAU, con el que se cita sin la urgencia de la actualidad. “Hoy no tenemos por qué llegar a Siracusa”, afirma el escritor, en un claro guiño a los lectores de A bordo, la revista del Real Club Náutico de Palma en la apareció publicado este texto.
José Carlos Llop en el Real Club Náutico de Palma. / Foto: Laura G. Guerra

JOSEP MARIA NADAL SUAU | PALMA

Nos citamos en el Hotel Araxa, dispuestos a conversar sin la urgencia de someternos al comentario de una novedad editorial o un tema de actualidad concreto. Llop lo resume con una metáfora marinera, por aquello de guiñarle el ojo a la revista que acogerá la entrevista: “Hoy vamos sin rumbo fijo, no tenemos por qué llegar a Siracusa”. Sin embargo, que esta sea una excursión de recreo no significa que carezca de líneas maestras: este entrevistador tiene ganas, sobre todo, de poner a dialogar las dos generaciones que representamos los interlocutores. Más precisamente, las dos generaciones palmesanas. Algo de eso debería percibirse en las páginas siguientes. Y por supuesto, en todo momento se divisan en el horizonte los libros del autor, especialmente dos: En la ciudad sumergida (RBA, 2010) que se ha convertido en uno de los grandes libros sobre Palma, constituye una mirada a una ciudad portuaria que fue y ya no es, una crónica de la ciudad que vio nacer a Llop y luego se transformó en otra cosa; el muy reciente Reyes de Alejandría (Alfaguara, 2016) es una novela caleidoscópica y sensual que recrea la Barcelona de los años setenta, la de la Transición y las drogas y el primer sexo en libertad de la historia de España. Como se ve, la memoria es un hilo común en ambas obras, operando desde lo individual para alcanzar una dimensión colectiva, y cruzando vida y arte (poesía y música, desde luego, pero también narrativa o cine o pintura) hasta construir una de las literaturas más europeas y sofisticadas que hoy se escriben en lengua castellana.

Pregunta.- Percibo un fuerte vinculo de su literatura con el mar, si bien más desde la perspectiva portuaria, por así decirlo, que desde la estrictamente náutica. ¿Se reconoce en este matiz?

Respuesta.- ¡Depende de lo que se entienda por ‘náutica’! Desde luego, mi obra está imbuida de mar por todas partes, hasta el punto de que en las novelas podemos considerarlo un personaje más. Muchos títulos también lo revelan: fíjese en el adjetivo que contiene En la ciudad sumergida, o en Reyes de Alejandría, que alude a una ciudad portuaria. El mar no sólo está presente en mis libros, sino que determina el carácter del individuo y origina toda una concepción del mundo. Esto se debe a que los insulares, para irnos de nosotros mismos, hemos de atravesar el mar. Es una diferencia fundamental respecto del continental, un factor que guarda relación con dos ideas distintas: el viaje iniciático y la muerte. Porque también se puede morir saliendo de uno mismo. Por lo demás, en mi primera juventud el mar era el canal que nos traía las novedades y lo extranjero. De ahí que, en mi opinión, el mar siempre enriquezca y la ausencia de mar sea siempre un empobrecimiento.

P.- Sin embargo, París no tiene mar…

R.- Pero tiene un río maravilloso que desemboca en el mar [ríe]. Además, París no es ‘una ciudad’ o ‘un lugar’: quiero decir que sólo hay un París. París es una idea.

P.- ¿Y qué ocurre mientras se está en el mar, mientras dura la travesía? Lo pregunto teniendo en mente una cita de Reyes de Alejandría en la que el narrador dice, aludiendo a su labor rememorando los años setenta: “Tengo la impresión de ser el radiotelegrafista de un carguero perdido en el océano, hablando frente al aparato de radio”.

R.- Fíjese: esa metáfora sigue hablando de lo mismo que he dicho antes, porque una isla también es eso, también es un barco en alta mar. A eso alude la cita. Y esa es la razón de que entre todos los insulares exista una complicidad secreta, una sensibilidad común que sobre todo tiene que ver con nuestra forma de vivir tierra adentro, pero sabiéndonos rodeados de mar. Yo me di cuenta de ello traduciendo a Derek Walcott, que al ser antillano comparte esa condición. Walcott crea su propia Odisea, su propio Homero negro, cruzando los mitos griegos con los códigos culturales de las Antillas. Nosotros, que no conocemos esa cultura, sin embargo entendemos perfectamente su mirada. O si leemos El gatopardo de Lampedusa, un libro en el que el mar es invisible y sin embargo está muy presente, también lo entendemos todo de un modo muy familiar aunque no hayamos estado nunca en Sicilia.

P.- ¿Y las sociedades insulares? ¿También sus estructuras, digamos antropológicas, son tan parecidas?

R.- Desde luego comparten cosas esenciales, como la creencia de que el mundo empieza y acaba en los límites del mar. Para el isleño, la isla vale como microcosmos y como laboratorio del mundo entero. Por así decirlo, en la isla se sabe lo mismo que en Nueva York, pero además se sabe antes (¡y Nueva York, por cierto, contiene una isla!). Incluso cuando las comunicaciones eran menos constantes que ahora, la estructura social del mundo se reproducía en cada isla, a pesar de que esta no fuera el mundo ni fuera cosmopolita. Por eso un insular no necesita explicar nada a otro insular para entenderse: entre ellos, basta una mirada. Basta incluso una no-mirada. Y esta es la verdadera razón por la que en Mallorca se solía girar la lengua, del catalán al castellano, cuando se hablaba con alguien de fuera que no la conocía. En parte era urbanidad o educación; pero en el fondo también era una forma de mantener a salvo las esencias metafóricas de nuestro lenguaje, de preservar el código profundo de nuestra lengua (no la simple fonética), sabedores de que el otro jamás iba a entendernos.

P.- ¿Cómo se puede vivir en una sociedad pequeña como la mallorquina para lograr que el propio espacio (quiero decir: la intimidad, el carácter o la identidad estrictamente individuales) se mantenga a salvo?

R.- Los mediterráneos nacemos rodeados de belleza. Eso es muy importante, porque nos concede una manera de entender la estética y un afán conservacionista del paraíso. La belleza enseña mucho, del mismo modo que la fealdad te hace perder mucho tiempo. La contemplación del paisaje es una lección magistral, tanto en el sentido moral como en el formal. Y después, el individuo mediterráneo tiene conciencia de que el mar donde ha nacido es la cuna de la sabiduría y de un tipo de mística que fundó Europa. Eso le proporciona cierto respeto por uno mismo y por la propia cultura. Después, está claro que todo ello hay que saber utilizarlo conscientemente y con perseverancia para fortificar la propia vida y lograr que esa fortificación perdure en el tiempo; pero son fuerzas mayores que contribuyen a aprender que uno debe desprenderse de los factores ambientales menos favorables, que por supuesto también existen. A esto, permítame añadir una nota biográfica: en mi caso, la literatura british fue fundamental para fundar algunos cuarteles de invierno, como la ironía, que sirven para estar en sociedad pero guardando el propio territorio.

P.- Reyes de Alejandría es una novela que habla de Palma y de Barcelona, más concretamente de una Palma y una Barcelona que ya no existen, las de los años setenta. ¿El mayor parecido de ambas ciudades consiste, en el fondo, en su condición portuaria?

R.- Hay muchos parecidos que ligan a ambas ciudades, con la diferencia de que el mallorquín instalado allí los intuye enseguida, mientras que el barcelonés que se traslada a Palma cree conocerlos enseguida y no siempre acierta. Desde luego, nosotros entendemos perfectamente la estructura social barcelonesa, y eso que somos de una tierra en la que apenas hubo burguesía. Además, sabemos movernos bien allí, hay muchos ejemplos para demostrarlo: piense en el intelectual y político Joan Estelrich, que acaba fundando la colección Bernat Metge de la mano de Cambó. O en Baltasar Porcel, cuya personalidad era antitética al carácter catalán, y sin embargo logró imponer su voz y su criterio sobre aquella sociedad durante al menos tres décadas, haciendo cosas muy importantes y convirtiéndose en una presencia inevitable. Y sobre todo, como escritor dejó varios libros perdurables. Esto último no es cualquier cosa: créame, dejar un solo libro ya es muy difícil para cualquier escritor.

P.- Porcel es un modelo de escritor muy diferente del que representa usted. Siguiendo una imagen de Isahiah Berlin que ha citado alguna vez, la suya es la obra de un escritor erizo, que trabaja siempre con los mismos materiales que guarda en su madriguera, y así construye un mundo literario propio; mientras que Porcel es un escritor zorro, que a menudo sale a la caza de otros paisajes y materiales. Y yo creo que Porcel, tan aventurero y viajero, también vivió un poco como zorro.

R.- Si hablamos de la obra, yo creo que en efecto ambos encarnamos bien esos modelos. Pero en cuanto a la vida… Mire, las vidas son siempre sorprendentes, secretas. Y misteriosas. Hay vidas que se proyectan externamente como propias de zorro pero que en realidad no lo son, y viceversa. Hay mochileros perdidos en el Tibet que, sin embargo, viven internamente su experiencia del amor o el viaje de un modo menos intenso que otra persona de vida más reposada. Así que, en ese otro sentido, yo no me atrevería a decir nada. Por cierto, para que la vida siga siendo capaz de sorprender, hay que luchar contra la exigencia actual de que todo esté expuesto a todas horas en una vitrina transparente. No, créame: tienen que existir la privacidad, el secreto y, sobre todo, el misterio, para que el hombre siga siendo hombre. Y eso se inventó en el Mediterráneo. Todos esos aparatos para conectarse sin descanso con los otros que llevan siempre a cuestas ustedes, los de su generación, juega en su contra. Más en concreto, juegan en contra del creador: el arte no puede nacer de la interconexión permanente.

P.- Reyes de Alejandría tiene un componente explícitamente generacional, o al menos de memoria de una época desaparecida y, dice usted, en cierto modo ocultada. Es la memoria de unos años setenta vividos en libertad, escuchando música nueva, viviendo el sexo de un modo nuevo… Sin embargo, alguien de mi generación puede reconocerse en él, e incluso se pueden producir coincidencias que revelan la pervivencia de esa época. Por ejemplo, yo empecé a leer la novela el mismo día que murió David Bowie, y en sus primeras páginas encontré precisamente esto: “Leí que David Bowie escribía sus canciones con versos recortados, como un cadáver exquisito. Escribía primero el texto, recortaba los versos uno por uno, los barajaba y escogía luego al azar, volviendo a unirlos en función del orden nuevo. En ese momento, la canción estaba definitivamente escrita. Algo así es la escritura de este libro mientras suena `Song for Bob Dylan`, de Bowie, porque así es la memoria de la primera juventud, fragmentaria y azarosa, factura pagada al asomarse a la vida que después no se tendrá, al sumergirse en la vida que después te ha de expulsar del Paraíso que vislumbraste”.

R.- Es que la literatura es precisamente esto, una casa que siempre te acoge, fuera del tiempo y del espacio. Toda literatura, si lo es, es moderna. Piense en la experiencia de leer hoy La cartuja de Parma de Stendhal: el libro sigue hablando de nosotros, y la única diferencia es que su protagonista Fabrizio del Dongo no sabe que está participando de la Batalla de Waterloo, no sabe que ese momento va a ser fundamental en la historia europea. Nosotros, hoy, sí lo sabemos. Por otra parte, y volviendo a Reyes de Alejandría, David Bowie o Bob Dylan son la banda sonora de mi juventud, es decir la educación sentimental en lo contemporáneo que yo recibí; pero también son, por así decir, la ‘música clásica’ de pop-rock. Su permanencia en el tiempo es evidente.

P.- Pero más allá de esa explicación, ¿no cree que con su libro también se da algo así como un diálogo entre generaciones, que Reyes de Alejandría contribuye a que quien no vivió la Transición pueda entenderla desde un enfoque que no es ni el gran consenso ‘oficial’ que duró hasta hace unos años ni tampoco el tipo de revisión crítica que se está llevando a cabo desde que empezó la actual crisis institucional en España?

R.- Me alegraría que fuera así, que mi libro contribuyera a entender algún fragmento de aquella época. Mire, lo que no fue la Transición es la lectura que se da ella hoy en día por parte de quienes no la vivieron. Esa nueva lectura, llamémosla revisionista, está lastrada por unos vacíos que impiden una visión apaisada y amplia de aquel momento. De hecho, detectar esas carencias me ha enseñado a desconfiar incluso de la lectura que yo hacía de lo que ocurrió antes de que nosotros llegáramos al escenario de la Transición: es decir, he llegado a plantearme que tal vez mi lectura de los años que no viví también estuviera distorsionada por vacíos parecidos. Sea como sea, Reyes de Alejandría habla de unos modos de vida que se extinguieron en poco tiempo, y que seguramente no se habrían podido dar con esa intensidad si no se hubieran producido en un momento transicional. Las transiciones permiten inventarse la propia vida a quien siente el afán de la libertad, y ese afán se dio en la Barcelona de los setenta de una forma desatada.

P.- Leyendo la novela recordé algo que siempre me ha impresionado mucho de los diarios que luego escribió y publicó usted en décadas posteriores: están llenos de funerales de amigos, incluso cuando era todavía un treintañero. ¿La intensidad de una juventud como la suya conllevó el peaje de ese paisaje de muertos prematuros?

R.- Desde luego. Sobre todo, a principios de los noventa se dio un barrido espantoso. Y luego vendrían otras oleadas.

P.- Usted escribe una literatura estilísticamente exigente, que se mira en modelos cultos sin disimularlo en absoluto. Esto podría convertirlo en un autor para minorías y sin embargo, sobre todo desde En la ciudad sumergida, se ha producido una identificación muy intensa de muchos lectores palmesanos y mallorquines con su obra, que es leída y compartida hasta convertirse en una referencia ineludible. ¿Ha pensado en las razones de este fenómeno?

R.- Sólo un poco, y sólo a posteriori, nunca mientras escribo. Pienso que quizás ciertos aspectos de la ciudad y la isla han estado muchos años, si no silenciados, desde luego afónicos. Y que mi generación es culta, por lo que ha dado buenos lectores que intentan integrar la experiencia vital con la artística. La combinación de estos dos factores (aunque ciertamente tengo lectores de todas las generaciones) puede explicar que, de pronto, la voz que se traduce en mis libros haya sido reconocida por otros como la memoria del lugar al que pertenecen. Es decir, como la memoria de su propia casa, que además mis libros contribuyen a situar en el mapa de lo contemporáneo y de lo europeo. Ese reconocimiento del que hablo se produce porque hay entre nosotros un lenguaje compartido, al menos en sus rasgos generales; por eso, si luego entra en juego una referencia que el lector no conoce previamente, para él no es un problema descifrarla y acabar reconociéndose también en ella. De todos modos, insisto: todo esto no es buscado, ha venido dado. Creo que si un autor buscara lograr esto al escribir, no lo conseguiría.

P.-En la ciudad sumergida se publicó en 2010. Es un libro que se refiere constantemente a la idea de que Palma ya no es la ciudad en la que usted creció. Pero es curioso, porque desde entonces, y sobre todo en los dos últimos años, mucha gente de edades parecidas a la mía, nacidos a finales de los setenta o principios de los ochenta, hemos empezado a tener una sensación muy similar a la que usted describe allí: percibimos que nuestra ciudad ha sido sometida a un vaciado de contenido para ser rellenada por otras cosas, dirigidas a otro público que no somos nosotros, y que nos hace sentir extraños. ¿Usted cómo ve la Palma post-En la ciudad sumergida? ¿Asistimos a una nueva etapa de la vida de la ciudad, o no es más que el asentamiento definitivo de los cambios que usted describía en esas páginas?

R.- En la ciudad sumergida es la Palma de la segunda mitad del siglo XX, cuando el paso del tiempo se producía a un ritmo más racional y todavía anclado en la ciudad antigua. Mejor dicho, en una manera antigua de vivir la ciudad, aunque ya se hubiera visto atravesado por muchos aspectos de la modernidad. A partir del XXI, ese ritmo del tiempo sufre una aceleración desatada, sincopada. Eso permite que alguien que no ha cumplido los cuarenta años tenga ya una sensación de ajenidad ante algunos escenarios de su propia ciudad. Antes, eso se producía hacia los cincuenta. Pero además, todo esto está unido a la pérdida de la memoria como valor. Al vivir siempre en el presente, de una forma casi obsesiva, todo aquello que deja de ser presente se difumina enseguida. De ahí la importancia de la literatura, entre cuyas funciones está la de fijar las cosas en el tiempo. En un momento como este, esa función podría volverse imposible si no escribimos en el instante lo que está ocurriendo. Cuando hayan pasado veinte años, la suma de esas escrituras de instantes nos dará el retrato de lo que fuimos. De lo contrario, puede que para entonces ya no quede más memoria que Google para intentar recuperar lo que fuimos, no ya como sociedad, sino como personas. Porque cuando cambian los escenarios de la propia ciudad, la pérdida para uno mismo es mucho mayor de lo que uno intuye en un primer momento.

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